UN BRILLO OSCURO
Mis ojos, en plena oscuridad de la noche y en el silencio
del cuarto, intentaban identificar la claridad que me orientara hacia la
puerta. ¿Dónde estaba parado? ¿Qué pasos debía dar para llegar a la llave de
luz?
Despertarme abruptamente y en el medio de la noche es un
trámite engorroso. En los instantes siguientes, mientras logro hacer foco en
una señal que me rescate del abismo, mi cabeza es una mezcla de sonambulismo,
borrachera berreta e hiperventilación.
Esta vez, además, potenciado por la urgencia del caso.
Un fuerte ruido a chapas que golpearon entre sí, junto a
hierro inestable, frenadas y sirenas son motivo suficiente para salir
disparado. Vértigo que se frena al instante, cuando inicio mi ceremonia de reubicación.
¿Estoy mirando hacia la ventana? ¿De frente tengo el cuadro?
Si camino cinco pasos y giro a la derecha, llego a la puerta y a la bendita
llave de luz?
Decido confiar y avanzar en el circuito básico. Me choco con
el placard. Despierto a mi mujer. Me pregunta qué pasa. Si apenas puedo
confirmar que estoy de pie, ¿cómo explicar el resto?
Mientras tanto, los sonidos de sirena aumentan, y comienza a
entrar en mi cuarto una luz roja intermitente que me permite encontrar el polo
norte de la habitación.
Abrazado a ese faro del fin del mundo, logro encontrar la
silla en la que descansa sin riesgo de interrupción mi ropa del día. Me cubro
con ella y comienzo a seguir la huella de la luz roja.
Todo indica que ese ruido, y las posibles consecuencias,
deberían serme ajenas. En el frio de una noche de junio en el hemisferio sur,
la casa de techos altos y espacios grandes presenta sus máximas credenciales
invernales. Lo siento en mis pies descalzos, y en las paredes de la escalera,
que uso para apoyarme y bajar sin riesgos, con prisa, sin pausa, con chance de
pena, y definitivamente sin gloria.
Al llegar a la puerta, desde la ventana que da a la calle,
observo muchas personas a la altura de mi casa. ¿Qué hacen que no están
durmiendo? ¿Qué otro plan mejor para un martes que ya es miércoles, para un
otoño que ya es invierno, en una noche que ya no va a volver a ser?
Cuando miro el cuadro completo, puedo ver las rejas de la
puerta de nuestra casa, las dos que dan marco al garage externo, derribadas en
el piso. Allí adelante, en medio de la calle, nuestro auto, como objeto de
atracción. Rodeado por espectadores curiosos, policías y personal de
ambulancia.
“El freno”, pensé. “Pusiste el freno del auto, estás
seguro?” retumbó inmediatamente en mi cabeza.
Sin dudarlo, agarré las llaves y me entregué a las luces del
estadio. La barranca que hay en la mitad del tramo final desde la puerta de mi
casa fue un duro escollo que sortear, descalzo, en invierno y en una noche de
humedad
“El auto es suyo?”, me preguntó el oficial Galarza.
“Correcto, es mío. Mató a alguien, chocó a alguien? Dígame
que no”.
“No. Esto fue un milagro. Guárdelo. Y suerte con las rejas”,
me recomendó Galarza, a quien ya conocía de algunos otros episodios menores del
pueblo.
Me subí al auto y volví a guardarlo, pasando por arriba de
las rejas. Me preocupaba más el espectáculo ante la vecindad que la salud de
las rejas. Cuando atravesé la barranca y llegué al lugar plano, donde
habitualmente guardo el auto, me aseguré de que todo quedara como para evitar
un nuevo episodio. Guardé las rejas.
Entré a mi casa, y deshice el camino inicial, esta vez ya
más entero y seguro. Cuando alcancé la puerta de mi cuarto, la oscuridad volvió
a marcar el ritmo.
Dejo la ropa en la silla. Giro a la izquierda. Camino 5 pasos.
Entro a la cama en silencio, intentando burlar al destino.
“Qué había pasado?”. Una voz femenina, desde las tinieblas
más oscuras de la humanidad, me hace la pregunta que se clava en mi alma como
una daga ardiente.
“Nada. Un choque en la esquina”, respondo, con la paz del que ya se rindió.